sábado, 20 de febrero de 2016

Buenavista

El apartamento de la calle Buenavista era diminuto, ni siquiera llegaba a pequeño. Y esto para un crío con 4 años.

Era la última puerta de un cuarto piso en una casa típica madrileña. En tiempos probablemente fuese una corrala castiza, aunque yo la conocí como mitad, con un patio venido a menos con vista para el muro de la casa contigua.

Las escaleras eran en madera oscura y ya muy gasta, con un pasamanos de hierro. Cuando llegaban al último piso de repente subían a pique y se retorcían para subir a las buhardillas, donde vivía una familia con cuyos hijos mis primas y yo solíamos jugar en la galeria que daba al apartamento.

El apartamento en sí tenia una sala donde sólo cabía una mesa y el aparador con una cama empotrada, la cocina apenas tenia ancho suficiente para el fogón y de los dos cuartos, apenas uno tenia un ventanuco en lo alto de la pared.

En esa época mi abuelo era una figura mitológica, que se levantaba de madrugada para ir a trabajar el los trenes a la estación de Atocha. No consigo poner un rostro en esa figura, apenas una imagen de fuerza. Yo era el más pequeño de los tres nietos, y el más llorica, por lo que él se me antojaba un titán envuelto en el humo de sus puros.

En los días que no tenia que ir a trabajar, nos llevaba al mercado de Atocha (¿O sería el de Legazpi?) a ver a su hermano Celestino, o al Rastro, a vagabundear entre los vendedores de cachivaches, o al Sombrerete, donde jugabamos junto a las ruinas de las Escuelas Pías de San Fernando.

Aunque la memória de aquel tiempo es vaga, yo sé que fueron momentos felices.

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